martes, 8 de julio de 2008

En memoria de Abraham Gray

Entre las muchas imágenes imborrables de la niñez creo que hay una que, sin saber por qué, -pero imaginando muchas razones-, me ha acompañado y definido momentos claves de mi historia: me refiero al momento en el que el capitán Smollet llama a Abraham Gray, en La Isla del Tesoro. Gray es uno de los pocos marinos que no están involucrados en el motín organizado por John Silver y, sabiéndolo, el capitán lo conmina a abandonar la Hispaniola y a seguirlo rumbo al incierto destino en la isla. En el texto dice algo así como "...se escuchó un ruido como de lucha y al cabo de unos momentos, apareció Abraham Gray, con una cuchillada atravesando su mejilla y, fiel como un perro, corrió junto al lado del capitán: "Estoy con vos"-le dijo".

El texto propone una comparación lamentable: como un perro; sin embargo, si salvamos el detalle, ese personaje oscuro, casi intrascendente al lado del propio Silver, de Jim, de Ben Gunn, encarna un absoluto que, hoy, parece tan ajeno al pathos de la época: la lealtad. Ser leal a toda costa y a toda prueba, aunque haya que parar con el rostro la cuchillada feroz del enemigo: da lo mismo pues la palabra empeñada debe honrarse aunque implique abandonar la seguridad del barco, adentrarse en las fiebres de un pantano, y autocondenarse al marooning en una isla perdida en mitad de la nada.

Empero, el paso del tiempo trae consigo una gama enorme de matices que nos permiten disponer de subterfugios para ejercer la lealtad sólo en la medida de lo posible. En una época en que salvar el propio pellejo, sobre todo a costa del ajeno, es un arte practicado masivamente por nuestros conciudadanos, la actitud de quemar las naves y cumplir hasta el final lo prometido aparece como una respuesta romanticona y ñoña que mina, incluso, la respetabilidad de quien la practica.

Mas ser leal no supone ser obsecuente, como tanto fanático recalcitrante que "fiel a sus ideas" es incapaz de aceptar que se ha equivocado y que, es perfectamente válido perdonarse la tontera y empezar todo de nuevo. Dar la palabra es tan fácil ("no, si yo te llamo") por eso, quizá, es mejor no hablar y simplemente actuar. Ejercer la lealtad sin fanfarria, con secreta devoción y anónima valentía. Se puede ser leal a promesas, a ideas, a personas; pero cuánto más se hace difícil ser leal con los propios sueños, luchar para que la frase tremenda de "Nos habíamos amado tanto" de Ettore Scola -"Íbamos a cambiar el mundo, pero el mundo nos cambió a nosotros"-, no sea el cruel epitafio de nuestra perdida -y podrida- inocencia.

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