domingo, 28 de febrero de 2010

Lo bueno de un terremoto

Una de las formas más exactas para apreciar con nitidez el fondo del alma humana son las situaciones límite, cual la del terremoto que se ha vivido, la madrugada del 27 de febrero, en gran parte del territorio de Chile. Ante la destrucción del mobiliario, la inutilización de las estructuras y, por cierto, la inminencia incierta de la propia muerte, el ser humano se levanta con y desde aquello que realmente lo constituye. Frente a lo terrible no hay dobleces ni excusas; el desastre tiene la facultad de sacar del alma nuestra condición esencial y exponer ante nuestros ojos, en el silencio de nuestra conciencia, lo que realmente somos: ni más ni menos. Después, al enfrentar esa mirada ante la conciencia de los otros, surge el cambio, la mutación, la literatura. Así, en su relato el cobarde transformará el breve espacio que lo cobijó debajo de la cama, en el escenario de una epopeya familiar con ribetes wagnerianos, en la que el titánico narrador rescató a sus 4 niños, calmó a su mujer, cargó a la abuela inválida, afirmó el LCD, cortó la luz, el gas, rescató al gato y, sin que nadie de su familia se enterara, también aprovechó de calmar a la enjundiosa vecina que, sólo entre sus fétidos brazos, habría encontrado la serenidad y la temperancia que el terremoto le había arrebatado.

En estos momentos la televisión transmite imágenes de los saqueos en Concepción, saqueos que comenzaron -dicho sea de paso- a las pocas horas de ocurrido el sismo. En estas imágenes podemos ver un ejemplo claro de que he señalado: el desastre nos pone frente a lo que es esencial del ser humano; porque no es comida ni agua lo que el pueblo demanda, sino televisores, lavadoras, perfumes y, cómo no, copete. Eso es lo que el mutante básico hace ante un evento límite: aprovecharlo para medrar y a estas alturas del siglo XXI, justificar sociológicamente esa actitud me parece insultantemente estúpido. Esas entidades reaccionan así porque son, en esencia, ANTISOCIALES y valores como la solidaridad, la empatía, la honradez, la decencia son, para ellas, palabras vacías o desconocidas, palabras que integran el vasto y oscuro continente de su desafiante ignorancia que desprecia, anárquica, todo lo que les huela a orden y, aun, a humanidad.

Otro ejemplo de patetismo humano lo constituye, en mi concepto, la respuesta que ha dado el gobierno ante la crisis. En qué cabeza cabe (en la del avestruz) desestimar los indicios que dio la naturaleza y negar la posibilidad de maremoto. Muy bien, desestimemos a la naturaleza por ambigua o autista, pero ¿por qué desestimar tembién los datos que entregaban el Centro de Alertas de Tsunami del Pacífico, de Estados Unidos y el National Oceanic and Atmospheric Administration (NOAA) de esa misma nación? Bachelet se equivocó -una vez más- al tomar la decisión política de aparecer a cargo de la situación, calmando a las masas y, al hacerlo, le cabe la responsabilidad de quienes, confiados en las palabras de la presidenta, cerraron los ojos ante lo evidente y ahora flotan mar adentro. En ese mismo sentido, la reticencia a hacer lo que el sentido común dicta es otra muestra de que lo terrible nos pone ante la esencia de lo humano;por ello, es muy difícil que el gobierno de Bachelet -víctima de su pasado- saque a los militares a la calle, que imponga toque de queda, o tome cualquier medida que suponga reprimir o amedrentar a "las chilenas y chilenos", aunque no hacerlo suponga dejar que las masas saqueen y destruyan lo que el terremoto dejó en pie.

Digámoslo con todas sus letras: este terremoto ha mostrado la esencia del gobierno de Bachelet: ineficacia. Pero, a la vez, ha permitido mostrar otro aspecto que reivindica a esa entelequia que llamamos "ser humano", en cada héroe sin epopeya que se atrevió a extender la mano y a ayudar al prójimo. En la gente que se ha organizado por sí sola, ante la desorganización estatal, y ha juntado y distribuido ella misma la ayuda. En la gente que se ofrece, a través de internet, a contactar personas para que sus familiares en el extranjero estén más tranquilos. En quienes rezan, con fervorosa ingenuidad, por nosotros. Porque ese es el valor de lo terrible: desnudos ante lo definitivo, podemos recordar que aún somos un montón de monos mirando la luna en mitad de la noche, en una tierra tan vasta y, afortunadamente, todavía enemiga.-