viernes, 27 de junio de 2008

Don Otto va al estadio

No me queda muy claro por qué el humor criollo vio en Don Otto, el inmigrante alemán amigo de Fritz y de la cerveza, al prototipo del gilipollas. Cuando Don Otto se entera de que su mujer lo engaña en el sofá con su mejor amigo, el perspicaz germano toma una decisión radical y vende el sofá. Nuestros bisabuelos se mataban de la risa con el chiste. “Buena cosa, con el alemán pa’ tonto”. Sin embargo, Don Otto y su lógica abrumadora han hecho escuela; hoy mismo, como tantas veces después de un clásico entre la Universidad de Chile y Colo Colo, el ejemplo del teutón inspira a autoridades y a la opinión pública y se exige, a voz en cuello, la clausura del estadio Monumental o, al menos, su inhabilitación como sede de futuros clásicos. ¿Será éste otro ejemplo de cómo el pensamiento alemán ha influido en la cosmovisión nacional?

El fenómeno de la violencia en los estadios es la expresión de un problema anterior, mucho más vasto y mucho más profundo. El problema es la instalación de la violencia como modus vivendi dentro de la sociedad chilena. Y mientras los expertos elaboran planes de contingencia, proyectos de integración social, plazas y centros deportivos para rescatar a la juventud “del flagelo de la droga y la espiral de la delincuencia”. El lumpen, “caga’o de la sarri”, se fortalece como sistema de vida, como primitiva expresión de rebeldía frente a un modelo de sociedad del que, voluntariamente, ha decidido marginarse. El flaite que va al estadio, va a alentar a su equipo porque así protagoniza la epopeya colectiva de “dejar la cagá”. El odio entre las barras, dada la actual dinámica social, es consustancial al modo de ser de esas chilenas y chilenos que no están ni ahí con el sistema y que no les interesa estar en él o con él, bajo ninguna circunstancia. El clásico de fútbol, entonces, es un pretexto, un accidente. La explicación de la violencia no está en la falta de condiciones de un estadio, sino en la falta de condiciones de una sociedad para mantenerse de pie en un mundo que se cae a pedazos.

Mientras el fenómeno de la violencia social sea visto con el mismo criterio con el que el entomólogo examina el comportamiento de las ladillas, no avanzaremos mucho. La violencia en la sociedad chilena es mucho más que una comparación de cuadros estadísticos financiados por alguna entidad al servicio del Estado o de la oposición. El cuento es bien atroz en su simpleza: el embrutecimiento de los sentidos, el vértigo de vivir al límite, “haciendo ata’o”, yendo contra la ley, contra el sistema, contra los pacos, contra los giles que tra’ajan, con el borrón de la angustia, el jote, los cidrines, y con la quisca o el fierro siempre alerta: es una elección social, una cultura. Más que una pasión, son sentimientos.

Hace rato que la violencia dejó de estar ligada a los bajos ingresos. Si el ciudadano común pudiera echar una mirada en alguna población de las llamadas “peludas” se sorprendería del nivel de vida que, gracias al tráfico de drogas o al comercio pirata, exhiben muchos de sus habitantes. En Chile, por cierto, la violencia se explica como resultado del embrutecimiento sistemático de las masas, a través de un modo de vida que florece y se desarrolla más allá de las normas y valores de la sociedad burguesa y que es la más primitiva y brutal respuesta al sistema político y económico imperante; abolida la política como representación social, sólo queda tomar la justicia por las propias manos. Porque para el antisocial, en su lógica de animal acorralado, pero que muere peleando, su acción es la única manera de equiparar el marcador desbalanceado de la justicia social.

El buen burgués no mira al cuma: lo evita mientras pueda. Lo usa para conseguir drogas, para comprar discos piratas, para conseguir algún software para sus computadores, para que le dé la dirección del sauna. El flaite, en cambio, vive del burgués ya no como explotado, sino como burlador. Por eso le vende raspado de muralla por cocaína, lo calza con discos fallados por dos lucas, y una vez adentro del sauna le roba la plata. Por eso raya la ciudad marcando territorio, por eso destroza los vidrios de los sapos que viven en sus cajas de zapatos alrededor de los estadios. Por eso machetean las mone’as que los giles se ganan trabajando y toman donde quieren, jalan donde quieren y cuelgan al que quieren. Porque son ellos y no el Intendente, el Ministro del Interior o la señorita asistente social del Municipio los “que la lle’an”. Y si hay que irse en cana, da lo mismo. Adentro están los amigos. Y con unas mone’as pa’l actuario, ‘tamos da’os.

Así las cosas, quisiera comentar lo que le sucedió a Don Otto al tratar de vender el sofá: lo llevó al Persa del Bío Bío en un taxi. Le dieron 3 vueltas de más, lo dejaron en Franklin y, al llegar a Víctor Manuel, lo colgaron unos brocas que andaban en tonariles. El taxista los había dateado. Se fueron, como decían antes, “miti mota”.

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