¿Qué lo causó? Sospecho que fue una orden secreta, subliminalmente contenida en los rayos catódicos de la tele. El asunto es que, de la noche a la mañana, aparecieron por todas partes niños negros con nombres de gringos. Braian y Bryan, Dayana, Cameron, Kimberly y Kimberley, John y Jhon, Brandon, Brad, Angie, Priscilla, Arnold, y una cohorte de otros santos nórdicos han servido para cristianizar a cientos de nuestros compatriotas, en una renovación rampante del repertorio patronímico criollo.
La culpa no la tiene Jason, qué duda cabe. Fueron don Emeterio Pinto y doña Sandra Coliqueo los que bautizaron a su regalón como Jason Cristopher; así, el pequeño Jason recibió, al mismo tiempo que la burla de Pedro, Juan y Diego, la solidaridad cómplice del Michael, la Samantha y el Kevin. Entre risas y comentarios oprobiosos fue integrándose poco a poco “al grupo curso”; por último, se aplicó el lema nacional –“igual no más, poh”- y santo remedio. Cuando, con mucho esfuerzo y la ayuda de la Santísima Virgen entró a la universidad, las risitas y los comentarios sarcásticos empezaron de nuevo. Pero ahora Jason está curtido y simplemente no pesca.
Antes que clasista, la mía es una observación antropológica y estética. El hábito de ponerle nombre a los seres y a las cosas es, por antonomasia, un acto cultural. Cuando una cultura elige el nombre que han de tener sus miembros define su posición ante el universo. Dice: esto somos, por nuestros nombres nos conoceréis. Por otra parte, todo nombre posee un significado y una norma cultural lo acepta como válido ante los pares. Sin embargo: ¿quién sabe hoy qué significa el nombre que lleva? Abundan los estudios de heráldica más o menos creíbles que le otorgan blasón y prosapia a los más peregrinos nombres y apellidos. Por ello, más temprano que tarde, llegará el día en que Sean Marambio sepa de dónde viene el nombre que le ha dado fama entre las chicas del bloque.
Los nombres, en particular, siempre han sido el pretexto para que los padres ejerzan, por segunda vez, su prepotente acción sobre un ser indefenso: no contentos con traerlos a este circo demencial sin ningún tipo de autorización, le endosan el apelativo que lo acompañará, salvo necesaria y onerosa corrección, hasta la última función sobre el planeta. De tal suerte, los esotéricos y místicos bautizan a su prole como Estrella, Luna, Antar, Casandra. Los fans eternos les ponen Christinna, Luis Miguel, (un saludo a mi alumno Chayanne Peñaloza), Ricky, Cindy. Los cinéfilos, los nombres que indiqué más arriba. Un nombre de fantasía para el ser de fantasía que han traído a este mundo, un mundo lamentablemente cruel, ajeno a sensibles asociaciones paternales. Lo siento mucho, Curtis Guarategua, pero no tienes ninguna posibilidad de ser presidente de esta ni de ninguna otra república.
Dicen que una nueva estirpe de seres humanos está llegando al mundo, seres más sensibles e inteligentes, asertivos, creativos y espirituales. Son los llamados “niños índigo”. Estos niños tendrán que convivir, me temo, con estos otros niños: los niños marengo, mestizos de nombre, hijos de una época que le ha quitado el sentido a todo lo bello, lo profundo e importante. Espero vivir para alcanzar a ver qué resulta de tan descomunal encuentro.
domingo, 29 de junio de 2008
sábado, 28 de junio de 2008
Chi’ bah’ puta la güeá’
Hace un par de años leí una información que me dejó helado: el chileno promedio utilizaría entre 200 a 600 palabras del idioma español para hacerse entender. Basta con mirar cualquier Reality Show, no sólo para comprobar la veracidad de esta afirmación, sino para comprobar que la cuenta va en descenso. Evidentemente, no se trata de correr a comprar el Diccionario de la RAE y ponerse a leer como loco. Ni siquiera la lectura tiene mucho que hacer al respecto. Porque, lo que define a un ser humano –y por extensión a una cultura- es el repertorio de palabras que realmente utiliza para construir su experiencia en la realidad y no el repertorio que podría o debería usar, conforme lo recomienden los libros.
En la práctica, el problema no está en lo que se dice, sino en lo que no se dice con el lenguaje que usamos. Y he aquí lo que a mí más me llama la atención. Para comunicarse los chilenos usan el potente comodín de las chuchadas que, de manera directa y económica, transmite a la vez concepto y estado de ánimo, para provocar así un efecto claro de comunicación directa. Al respecto, una vez alguien me dijo lo siguiente: “La güeá es que a mí me gusta decir la güeás bien claras. Na’ de palabras bonitas ni güeás por el estilo: el pico se llama pico, la zorra se llama zorra y al culea’o que no le guste que se vaya a la rechucha de su madre”. Y eso es todo. Al que no le guste que se vaya. De dialogar, de disentir, de matizar el asunto ni hablar. Es decir, las sutilezas son para los maricones: acá en Chile hablamos a chuchá’ limpia porque así hablamos los chilenos y, para muchos, eso es una garantía de sinceridad y honestidad intelectual de la que deberíamos enorgullecernos.
El punto es que, consecuentemente, 2 de cada 4 habitantes de Santiago presenta algún tipo de trastorno mental (desde angustia hasta esquizofrenia) y el 80% de los chilenos entre 15 y 65 años no tiene las competencias lectoras mínimas para funcionar en el mundo de hoy. Ambos datos tienen un común denominador: pobreza lingüística. Y no pretendo aseverar que la cura de la depresión esté en hablar como el Quijote. Sin embargo, en la medida en la que usamos el lenguaje para describir más ampliamente el mundo que nos rodea, dejamos de vivir en un ambiente claustrofóbico y agresivo. Pero hablar bien es, en la práctica social, la mejor forma para no ser entendido. Lo veo constantemente en mis clases. Los chicos de hoy no entienden palabras que tengan más de 3 sílabas. La gente está habituada a funcionar (el verbo es exacto) con órdenes breves y precisas, formuladas de manera cortante y perentoria. Y al que no le guste, que se vaya.
Quizá este tipo de comunicación sea adecuado para que los brutos hagan su trabajo sin equivocarse. Lo cierto es a todos embrutece por igual. Hasta donde yo sé, no ha habido ni hay idioma en el que no haya malas palabras. Ellas sirven como catalizadores de frustración, de angustia, de agresividad. Y, en ese sentido, la enorme carga de agresividad, frustración y angustia que se expresa en el rosario de groserías con el que los chilenos se comunican da cuenta, sin lugar a dudas, de un profundo daño en la manera de construir las relaciones sociales y la experiencia de vida quede ellas se desprende. Detrás del “güeón”, de la “güeá”, del “pico” y del “culea’o” se esconde, no sólo una formidable represión sexual –que hace de Chile un país de neuróticos -, sino una jibarización atroz de la realidad, que explicaría, al menos en parte, el desolador aspecto que exhibe nuestra sociedad criolla.
En la práctica, el problema no está en lo que se dice, sino en lo que no se dice con el lenguaje que usamos. Y he aquí lo que a mí más me llama la atención. Para comunicarse los chilenos usan el potente comodín de las chuchadas que, de manera directa y económica, transmite a la vez concepto y estado de ánimo, para provocar así un efecto claro de comunicación directa. Al respecto, una vez alguien me dijo lo siguiente: “La güeá es que a mí me gusta decir la güeás bien claras. Na’ de palabras bonitas ni güeás por el estilo: el pico se llama pico, la zorra se llama zorra y al culea’o que no le guste que se vaya a la rechucha de su madre”. Y eso es todo. Al que no le guste que se vaya. De dialogar, de disentir, de matizar el asunto ni hablar. Es decir, las sutilezas son para los maricones: acá en Chile hablamos a chuchá’ limpia porque así hablamos los chilenos y, para muchos, eso es una garantía de sinceridad y honestidad intelectual de la que deberíamos enorgullecernos.
El punto es que, consecuentemente, 2 de cada 4 habitantes de Santiago presenta algún tipo de trastorno mental (desde angustia hasta esquizofrenia) y el 80% de los chilenos entre 15 y 65 años no tiene las competencias lectoras mínimas para funcionar en el mundo de hoy. Ambos datos tienen un común denominador: pobreza lingüística. Y no pretendo aseverar que la cura de la depresión esté en hablar como el Quijote. Sin embargo, en la medida en la que usamos el lenguaje para describir más ampliamente el mundo que nos rodea, dejamos de vivir en un ambiente claustrofóbico y agresivo. Pero hablar bien es, en la práctica social, la mejor forma para no ser entendido. Lo veo constantemente en mis clases. Los chicos de hoy no entienden palabras que tengan más de 3 sílabas. La gente está habituada a funcionar (el verbo es exacto) con órdenes breves y precisas, formuladas de manera cortante y perentoria. Y al que no le guste, que se vaya.
Quizá este tipo de comunicación sea adecuado para que los brutos hagan su trabajo sin equivocarse. Lo cierto es a todos embrutece por igual. Hasta donde yo sé, no ha habido ni hay idioma en el que no haya malas palabras. Ellas sirven como catalizadores de frustración, de angustia, de agresividad. Y, en ese sentido, la enorme carga de agresividad, frustración y angustia que se expresa en el rosario de groserías con el que los chilenos se comunican da cuenta, sin lugar a dudas, de un profundo daño en la manera de construir las relaciones sociales y la experiencia de vida quede ellas se desprende. Detrás del “güeón”, de la “güeá”, del “pico” y del “culea’o” se esconde, no sólo una formidable represión sexual –que hace de Chile un país de neuróticos -, sino una jibarización atroz de la realidad, que explicaría, al menos en parte, el desolador aspecto que exhibe nuestra sociedad criolla.
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viernes, 27 de junio de 2008
Don Otto va al estadio
No me queda muy claro por qué el humor criollo vio en Don Otto, el inmigrante alemán amigo de Fritz y de la cerveza, al prototipo del gilipollas. Cuando Don Otto se entera de que su mujer lo engaña en el sofá con su mejor amigo, el perspicaz germano toma una decisión radical y vende el sofá. Nuestros bisabuelos se mataban de la risa con el chiste. “Buena cosa, con el alemán pa’ tonto”. Sin embargo, Don Otto y su lógica abrumadora han hecho escuela; hoy mismo, como tantas veces después de un clásico entre la Universidad de Chile y Colo Colo, el ejemplo del teutón inspira a autoridades y a la opinión pública y se exige, a voz en cuello, la clausura del estadio Monumental o, al menos, su inhabilitación como sede de futuros clásicos. ¿Será éste otro ejemplo de cómo el pensamiento alemán ha influido en la cosmovisión nacional?
El fenómeno de la violencia en los estadios es la expresión de un problema anterior, mucho más vasto y mucho más profundo. El problema es la instalación de la violencia como modus vivendi dentro de la sociedad chilena. Y mientras los expertos elaboran planes de contingencia, proyectos de integración social, plazas y centros deportivos para rescatar a la juventud “del flagelo de la droga y la espiral de la delincuencia”. El lumpen, “caga’o de la sarri”, se fortalece como sistema de vida, como primitiva expresión de rebeldía frente a un modelo de sociedad del que, voluntariamente, ha decidido marginarse. El flaite que va al estadio, va a alentar a su equipo porque así protagoniza la epopeya colectiva de “dejar la cagá”. El odio entre las barras, dada la actual dinámica social, es consustancial al modo de ser de esas chilenas y chilenos que no están ni ahí con el sistema y que no les interesa estar en él o con él, bajo ninguna circunstancia. El clásico de fútbol, entonces, es un pretexto, un accidente. La explicación de la violencia no está en la falta de condiciones de un estadio, sino en la falta de condiciones de una sociedad para mantenerse de pie en un mundo que se cae a pedazos.
Mientras el fenómeno de la violencia social sea visto con el mismo criterio con el que el entomólogo examina el comportamiento de las ladillas, no avanzaremos mucho. La violencia en la sociedad chilena es mucho más que una comparación de cuadros estadísticos financiados por alguna entidad al servicio del Estado o de la oposición. El cuento es bien atroz en su simpleza: el embrutecimiento de los sentidos, el vértigo de vivir al límite, “haciendo ata’o”, yendo contra la ley, contra el sistema, contra los pacos, contra los giles que tra’ajan, con el borrón de la angustia, el jote, los cidrines, y con la quisca o el fierro siempre alerta: es una elección social, una cultura. Más que una pasión, son sentimientos.
Hace rato que la violencia dejó de estar ligada a los bajos ingresos. Si el ciudadano común pudiera echar una mirada en alguna población de las llamadas “peludas” se sorprendería del nivel de vida que, gracias al tráfico de drogas o al comercio pirata, exhiben muchos de sus habitantes. En Chile, por cierto, la violencia se explica como resultado del embrutecimiento sistemático de las masas, a través de un modo de vida que florece y se desarrolla más allá de las normas y valores de la sociedad burguesa y que es la más primitiva y brutal respuesta al sistema político y económico imperante; abolida la política como representación social, sólo queda tomar la justicia por las propias manos. Porque para el antisocial, en su lógica de animal acorralado, pero que muere peleando, su acción es la única manera de equiparar el marcador desbalanceado de la justicia social.
El buen burgués no mira al cuma: lo evita mientras pueda. Lo usa para conseguir drogas, para comprar discos piratas, para conseguir algún software para sus computadores, para que le dé la dirección del sauna. El flaite, en cambio, vive del burgués ya no como explotado, sino como burlador. Por eso le vende raspado de muralla por cocaína, lo calza con discos fallados por dos lucas, y una vez adentro del sauna le roba la plata. Por eso raya la ciudad marcando territorio, por eso destroza los vidrios de los sapos que viven en sus cajas de zapatos alrededor de los estadios. Por eso machetean las mone’as que los giles se ganan trabajando y toman donde quieren, jalan donde quieren y cuelgan al que quieren. Porque son ellos y no el Intendente, el Ministro del Interior o la señorita asistente social del Municipio los “que la lle’an”. Y si hay que irse en cana, da lo mismo. Adentro están los amigos. Y con unas mone’as pa’l actuario, ‘tamos da’os.
Así las cosas, quisiera comentar lo que le sucedió a Don Otto al tratar de vender el sofá: lo llevó al Persa del Bío Bío en un taxi. Le dieron 3 vueltas de más, lo dejaron en Franklin y, al llegar a Víctor Manuel, lo colgaron unos brocas que andaban en tonariles. El taxista los había dateado. Se fueron, como decían antes, “miti mota”.
El fenómeno de la violencia en los estadios es la expresión de un problema anterior, mucho más vasto y mucho más profundo. El problema es la instalación de la violencia como modus vivendi dentro de la sociedad chilena. Y mientras los expertos elaboran planes de contingencia, proyectos de integración social, plazas y centros deportivos para rescatar a la juventud “del flagelo de la droga y la espiral de la delincuencia”. El lumpen, “caga’o de la sarri”, se fortalece como sistema de vida, como primitiva expresión de rebeldía frente a un modelo de sociedad del que, voluntariamente, ha decidido marginarse. El flaite que va al estadio, va a alentar a su equipo porque así protagoniza la epopeya colectiva de “dejar la cagá”. El odio entre las barras, dada la actual dinámica social, es consustancial al modo de ser de esas chilenas y chilenos que no están ni ahí con el sistema y que no les interesa estar en él o con él, bajo ninguna circunstancia. El clásico de fútbol, entonces, es un pretexto, un accidente. La explicación de la violencia no está en la falta de condiciones de un estadio, sino en la falta de condiciones de una sociedad para mantenerse de pie en un mundo que se cae a pedazos.
Mientras el fenómeno de la violencia social sea visto con el mismo criterio con el que el entomólogo examina el comportamiento de las ladillas, no avanzaremos mucho. La violencia en la sociedad chilena es mucho más que una comparación de cuadros estadísticos financiados por alguna entidad al servicio del Estado o de la oposición. El cuento es bien atroz en su simpleza: el embrutecimiento de los sentidos, el vértigo de vivir al límite, “haciendo ata’o”, yendo contra la ley, contra el sistema, contra los pacos, contra los giles que tra’ajan, con el borrón de la angustia, el jote, los cidrines, y con la quisca o el fierro siempre alerta: es una elección social, una cultura. Más que una pasión, son sentimientos.
Hace rato que la violencia dejó de estar ligada a los bajos ingresos. Si el ciudadano común pudiera echar una mirada en alguna población de las llamadas “peludas” se sorprendería del nivel de vida que, gracias al tráfico de drogas o al comercio pirata, exhiben muchos de sus habitantes. En Chile, por cierto, la violencia se explica como resultado del embrutecimiento sistemático de las masas, a través de un modo de vida que florece y se desarrolla más allá de las normas y valores de la sociedad burguesa y que es la más primitiva y brutal respuesta al sistema político y económico imperante; abolida la política como representación social, sólo queda tomar la justicia por las propias manos. Porque para el antisocial, en su lógica de animal acorralado, pero que muere peleando, su acción es la única manera de equiparar el marcador desbalanceado de la justicia social.
El buen burgués no mira al cuma: lo evita mientras pueda. Lo usa para conseguir drogas, para comprar discos piratas, para conseguir algún software para sus computadores, para que le dé la dirección del sauna. El flaite, en cambio, vive del burgués ya no como explotado, sino como burlador. Por eso le vende raspado de muralla por cocaína, lo calza con discos fallados por dos lucas, y una vez adentro del sauna le roba la plata. Por eso raya la ciudad marcando territorio, por eso destroza los vidrios de los sapos que viven en sus cajas de zapatos alrededor de los estadios. Por eso machetean las mone’as que los giles se ganan trabajando y toman donde quieren, jalan donde quieren y cuelgan al que quieren. Porque son ellos y no el Intendente, el Ministro del Interior o la señorita asistente social del Municipio los “que la lle’an”. Y si hay que irse en cana, da lo mismo. Adentro están los amigos. Y con unas mone’as pa’l actuario, ‘tamos da’os.
Así las cosas, quisiera comentar lo que le sucedió a Don Otto al tratar de vender el sofá: lo llevó al Persa del Bío Bío en un taxi. Le dieron 3 vueltas de más, lo dejaron en Franklin y, al llegar a Víctor Manuel, lo colgaron unos brocas que andaban en tonariles. El taxista los había dateado. Se fueron, como decían antes, “miti mota”.
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