viernes, 26 de marzo de 2010

Maricones

Existe una diferencia escencial entre homosexualidad y mariconería. El homosexual es un ser humano que ha tomado una decisión radical -si es que es asumido- respecto a las condicionantes anatómicas y morales que le ha tocado enfrentar. Y para tomar esa decisión hay que tener pelotas.

La heterosexualidad supone dejar actuar al piloto automático y entregarse a que pase "lo que tenga que pasar". El homosexual, en cambio, debe echarse siglos de deber ser encima, la burla y el rechazo del entorno, la humillante esperanza de ser entendido y aceptado por la familia y, sobre todo, la incertidumbre y elusividad del amor, incierto y elusivo per se, y que amplifican su efecto en una relación homosexual por la inestabilidad emocional propia y entendible en personas para quienes la plenitud que comporta amar y sentirse amado es, sobre todo, transgresión. Y, nuevamente, para transgredir y seguir adelante, se requiere de tener bien puestas las pelotas.

Resultado, a la luz de estas reflexiones; el homosexual asumido es mucho más valiente que el más plantado de los heterosexuales. ¿Y quién es, entonces, el maricón? Antes de dar una respuesta, creo necesario hacer una puntualización: no se trata en estas líneas de redactar ninguna apología de nada. No creo que la homosexualidad sea, en sí misma, más admirable o más execrable que la heterosexualidad o la fitofilia; me interesa subrayar la cobardía moral que supone cosechar las pajas del ojo ajeno con tantas vigas en el propio.

Siempre me ha llamado la atención que, en el léxico chileno, haya montones de expresiones que denigran al homosexual; la burla persigue estigmatizar al "afeminado" y, al hacerlo, establecer de modo meridiano la línea que separa al "desviado" del mundo de los machos recios. Sin embargo, en el lenguaje cotidiano, no existe ninguna expresión coloquial para nombrar al hombre "bien hombre". Incluso, el término "macho" no es usado con frecuencia en nuestro país para designar a nadie.

Resulta entonces, por decir lo menos, curioso, que en el imaginario colectivo,la homosexualidad sea estigmatizada a través del oprobio y la alternativa que se supone justa, noble y dominante no celebre su dominio con ninguna expresión que se haga cargo de su familiaridad. ¿Razones? En mi concepto, porque la pretendida virilidad nacional es un fraude; el escarnio esconde el temor ante lo prohibido y, muy probablemente, ante lo deseado. El lenguaje nunca miente en su capacidad de revelar el imaginario que lo construye y detrás de cada burla, se esconde el temor de ser descubierto en la gravísima falta de que, por último a modo de fantasía, una homosexualidad sublimada se manifieste libre.

En la ostentación siempre hay un dejo de inseguridad. Agréguese el hecho de que, dato revelador, Chile es uno de los países latinoamericanos con el mayor número de travestis que ejercen el comercio sexual. Y aquí se aplica un principio económico elemental: si hay tanta oferta, es porque existe una ingente demanda. ¿Y quién es el cliente del travesti? Señores respetables que, antes de llegar a sus DFL2 a pegarle un palmazo en el poto a sus mujeres, chasconear un poco a los niños y echarse en el sofá a ver la tele, se han dado un pequeño desvío por la rotonda a levantar a una equívoca amante con una inequívoca sorpresa entre las piernas.

El otro dato revelador, atroz y deleznable, lo constituye el creciente índice de menores abusados sexualmente. Sobre todo, porque la mayoría de esos menores son hombres. ¿Cuán torcido puede ser el corazón de un hombre para encontrar placer en el cuerpo de un niño? Y no me vengan con que el gusto por los efebos es una herencia cultural helénico-romana. Nosotros, los más cultos. Penetrar el ano de un niño es también, por cierto, una transgresión; sin embargo, a diferencia de la transgresión homosexual, que requiere por lo menos de un mutuo consentimiento, esta transgresión envilece a quien la comete y corrompe el corazón de quien la padece, por la violencia y la asimetría del intercambio.

Y llegamos, entonces, a un punto crucial: ¿hasta dónde puede la transgresión -la desviación, si se prefiere- ser un principio rector del alma humana? Quizá pueda aplicarse el axioma que señala que todo principio, llevado hasta su último límite, tiende a volverse contra sí mismo. La pederastia y la homosexualidad son dos transgresiones diferentes, es evidente; sin embargo, se abre entre ellas una zona oscura que difícilmente permite deslindar una frontera entre una y otra. Si un hombre siente una atracción erótica hacia otro hombre ¿por qué alguien no puede sentirse atraído por una planta, por una vaca o por un niño? ¿Quién establece un límite?

Al considerar el caso de los curas pedófilos, podemos encontrar un principio explicativo de este aparente nudo gordiano. Ser sacerdote implica un compromiso con un ideal superior de humanidad. Y un rasgo central del ser humano, teóricamente, es la empatía con el otro ser humano; máxime que el modelo del sacerdote, Jesucristo, habría llevado este principio empático hasta el límite de sacrificar su vida por los demás. Preferir el bien del otro antes que el propio es el principio elemental del humanismo cristiano y el límite que se establece frente a nuestros confusos apetitos; lamentablemente, este límite, si bien se desprende de un modelo teórico y doctrinal para comprender la realidad, esa misma realidad muestra que es impracticable: el ser humano es escencialmente, maricón; esto es, cobarde, hipócrita, solapado, malintencionado. Los intentos por impedir que el hombre sea el lobo del hombre chocan con esta naturaleza maricona y artera que niega al otro y complace, a toda costa, la mediocridad, el vacío y la estulticia propias.

Así, el maricón evita dar la cara; se esconde detrás de su escritorio, se refugia en su parcela de poder y miente. Manipular, para él, es seducir; sobornar, es convencer. En otra dimensión, el maricón promete a sabiendas de que jamás cumplirá y, precisamente, promete porque sabe que no podrá cumplir su promesa. El maricón sonríe al traicionar, al crucificar a quien se atreve a lo que él jamás se atreverá, o a quien se atreve en público, a lo que él en privado. La maledicencia es su competencia natural; la cobardía, su modus vivendi.

Justo hoy Ricky Martin publica una carta en la que asume su condición de homosexual; días atrás, la Congregación de los Legionarios de Cristo pide disculpas por los abusos de su fundador y por la desidia frente a las denuncias de los abusados. Qué mejor ejemplo para mostrar la distancia entre el homosexual y el maricón.-

1 comentario:

Katherine Opitz dijo...

la mariconería es un modus operandi en nuestra sociedad, que muestra la gran podredumbre que alberga el ser humano, situación que no incluye -necesariamente- a los homosexuales. gracias por marcar la diferencia.

esta bueno el blog.
saludos don mandaliex