A estas alturas, negar la crisis de credibilidad que enfrenta la iglesia católica sería, de parte de sus autoridades, un acto políticamente irresponsable. En apariencia, la debacle se origina en la suma de denuncias de pedofilia al interior de la institución más antigua del mundo y a la ambigua respuesta que sus autoridades han dado ante tales acusaciones; sin embargo, una mirada más atenta puede descubrir que las grietas revelan un compromiso estructural más profundo en la remecida casa del Señor.
Podemos postular que la crisis valórica de occidente tiene su origen en un debilitamiento del rol social que cumplió la iglesia católica, en los últimos 19 siglos. Durante este tiempo, la presencia moralizante del discurso eclesiástico calaba hondo en el sentir popular; al no existir psiquiatras o terapeutas, el cura era un profesional multitareas que no sólo era el administrador de la salvación de las almas, sino que también era consejero matrimonial, asesor jurídico y hasta árbitro de fútbol (Cfr. Papelucho casi huérfano).
Por otra parte, la iglesia y sus representantes llegaron a transformarse, para países tan lejanos entre sí como Polonia o Chile, en una luz y un refugio en las épocas más oscuras de su historia reciente. Muchos hombres de Cristo siguieron su ejemplo y murieron dando testimonio de su fe en las cárceles de regímenes dictatoriales. Sin embargo, la globalización de la democracia reorientó la gestión de la iglesia hacia actividades pastorales menos comprometidas con la dimensión política. Y para algunos, al parecer, fue en ese momento cuando comenzaron los primeros remezones.
A la luz de las últimas declaraciones de algunos eclesiásticos: El obispo Bernardo Álvarez, de Tenerife, que advierte que, en muchos casos, son los menores los que inducirían al pecado ("hay menores que incluso te provocan"); o Monseñor Tarcisio Bertone, quien declaró haber recibido informes que comprueban que "hay relación entre homosexualidad con pedofilia"; y monseñor Errázuriz, señalando que en Chile los casos de abusos son "poquitos, gracias a Dios"; y, sobre todo, considerando el enorme impacto mediático que han tenido las acusaciones al actual representante de Cristo en la tierra, que lo vinculan con un eventual encubrimiento de abuso de menores podemos constatar que el respeto omnímodo que antaño inspiraba el discurso y la imagen eclesiástica, hoy se desvanece como sombra y ceniza. Las causas de este desvanecimiento provienen, por una parte, de la fuerza que ha cobrado el discurso secular:crítico, informado, desacralizante; la otra, más preocupante, de una pérdida de energía en el discurso evangelizador.
La pérdida de certezas de la posmodernidad ha alcanzado al discurso eclesiástico y, tal vez, al mismo ejercicio pastoral. El sacerdote aparece, ante los ojos de la sociedad, como un vocero de un decir anquilosado en la forma, eco previsible de una moral que los usos sociales desmienten constantemente. Las metáforas evangélicas, con las cuales por 2000 años se ha pretendido guiar a la humanidad, hoy no seducen a la grey, expuesta a un modelo de vida en los cuales el facilismo y el placer se han convertido en los valores dominantes. El modelo de ser cristiano, para la sociedad de masas, se ha vuelto anacrónico, opaco, incapaz de conmover con el temor del infierno o las promesas de las bienaventuranzas a una humanidad frívola y descreída, obnubilada por el poderío avasallador de la tecnología y la ciencia que han reemplazado a la simpleza -y profundidad- del modelo de ser cristiano.
Pese a ser agnóstico, no puedo dejar de reconocer la enorme importancia que tiene la iglesia en la construcción de una sociedad más justa; en la defensa de valores que impidan que el hombre se transforme en el lobo del hombre. Tal vez sea esta la oportunidad para una renovación del estilo y la iglesia deba hacer ajustes: derogar el voto del celibato, restricción originada más en razones económicas que evangélicas; reivindicar el rol de la mujer en la construcción del "Reino del Señor" pero, sobre todo, la principal modificación sea reorientar la pasión hacia el ejercicio mismo del sacerdocio. ¿Es postulable la caída definitiva de la iglesia católica romana? Es difícil de imaginar, pero el enjambre sísmico que la afecta en los últimos días parece el presagio de un cataclismo inminente. Tal vez sea el momento para que sus autoridades elaboren, a tiempo,y tengan listo ante la emergencia, un adecuado plan de reconstrucción. Dios (y el diablo) se lo agradecerán.-
lunes, 26 de abril de 2010
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