En 1969 un escuálido Julio Iglesias -junto al grupo Los Gritos- ganó el primer lugar del Festival de Benidorm con un tema preñado de sabiduría popular. Ese triunfo le significó pasaporte directo al Festival de Viña del Mar, donde cautivó el corazón de las madres y de las hijas con su sonrisa pluridental y su lánguida entonación para versos que decían, más o menos así (en Sol mayor, maestro): "Siempre hay/por qué sufrir/por qué luchar. Siempre hay por quién sufrir/y a quién amar/Al final/las obras quedan las gentes se van/otros que vienen las continuarán/la vida sigue igual".
Una sobrecarga de trabajo me dejó casi 3 semanas fuera de combate y, en este tiempo, el decir de Iglesias se cumplió a cabalidad: la vida sigue, a pesar de nuestra ausencia: se casan las viudas, reverdece el laurel, la alergia prolifera salvaje, la ciclotímica selección chilena de fútbol es humillada por Brasil y sorprende boleteando a Colombia, un nuevo 11 de septiembre impone su rutina de atochamiento del transporte y violencia nocturna.
Es inevitable para mí, y entiendo que para muchas otras personas en el mundo, recordar, cada 11 de septiembre, el sobrecogedor último discurso del presidente Allende, transmitido por las ondas de radio Magallanes, mientras las tropas del ejército chileno rodeaban el Palacio de la Moneda y los aviones hawker hunter surcaban el nublado cielo de la ciudad de Santiago para bombardear la última -y única- trinchera del gobierno de la Unidad Popular.
A través de los años y conforme envejezco, ese discurso ha mutado en su sentido en mi memoria; desde el arrebatador testimonio del presidente mártir, que imponía una ruta y un destino a quienes abriríamos las grandes alamedas para que caminara el hombre libre, para construir una sociedad mejor, hasta el análisis desfascinado del sátrapa intrascendente en el que me he convertido. Como tal, no puedo sino estremecerme al imaginar el cúmulo de emociones que tuvieron que suspenderse para que el monumental ego de ese hombre, absolutamente solo ante la historia y su destino, se atreviera a ensayar frases para una posteridad inevitable y tan contradictoria.
"Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos".
Cuánta bella arrogancia de esa esperanza desmedida en un pueblo que, desgraciadamente, no estuvo a la altura de la certeza de su compañero presidente. Porque el pueblo, alguien tiene que decirlo, no salió a la calle "a defender sus conquistas" ni a defender la obra del presidente mártir. Porque el pueblo salió a las calles recién en 1983, cuando la crisis le tocó el bolsillo con la recesión económica que ponía fin al romance del gobierno militar con la ciudadanía. Porque al pueblo le importó 3 pepinos que en la esquina los milicos estuvieran matando a alguien; porque el pueblo no es -no era- sólo el poblador o el obrero que, merced a la editorial Quimantú y al trabajo del Partido, aprendía a juntar las ideas para defender sus derechos: el pueblo era -es- también ese montón de cobardes y alienados quienes elegieron aceptar las mentiras de Pablo Honorato o Claudio Sánchez o Julio López Blanco; el grupo de amnésicos a quienes no les llamó la atención que de la noche a la mañana desaparecieran sus vecinos, sus compañeros de trabajo; el pueblo es ese montón de cobardes que enterró la cabeza cuando apareció el cadáver destrozado de Víctor Jara, cuando aparecieron los cuerpos carbonizados de los muertos de Lonquén, cuando murieron Guerrero, Parada y Nattino, en fin: el pueblo es el que donó sus joyas para la reconstrucción nacional, el pueblo salió a las calles a apoyar a Pinochet cuando lo devolvieron de Filipinas, el pueblo se metió en Cema Chile y cantó, a todo pulmón, "Libre" con Bigote Arrocet, en el Festival de Viña de 1974.
Sé bien esto porque para el golpe tenía 4 años y ciertamente pertenecí, a través de mi familia, a ese pueblo que agradeció la promesa de no más colas en los supermercados, de no más inoperancia política, al cese del clima de violencia y agitación que propiciaron quienes abandonaron a Allende a su destino de animita en la Moneda. Tuvo que pasar mucha agua bajo el puente para que me diera cuenta de que nos habían cambiado pan por charqui; que los métodos no justifican el fin; que jamás la traición y la arrogancia pueden caracterizar a los grandes hombres. Afortunadamente, tomé rápida conciencia de esto y mi propio ego me agradece el no haberme quedado sólo con la conciencia, sino con un compromiso que culminó el 5 de octubre de 1988, cuando regresé a mi casa a bordo de un camión con unos obreros, comiendo marraquetas, directo a escuchar el cómputo del plebiscito que nos hizo creer que cambiaría todo, cuando en realidad, no cambió nada.
Y al final, resulta irónico que después de todo este tiempo, de tantas y tantas vidas ganadas y perdidas en pos de hacer realidad un sueño, de construir un pedazo de la historia, de obras destruidas y de gentes aniquiladas y perdidas, la frase más sensata, la más fría y profunda, esté en la voz tembleque del gallego Iglesias: la vida sigue igual.
Os amo, os quiero, os adoro: he vuelto al blog.-
sábado, 13 de septiembre de 2008
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